La lógica nunca fue mi punto fuerte. Me encontré al cabo de unos minutos sentada en uno de los afelpados asientos del Ciento sesenta jugueteando con el teclado, decidiendo marcar su número o no. Seis… Siete… Cero… No. Mejor será que no.
Mitad de trayecto. Me comportaba como si aún tuviera que tomar una decisión. La realidad es injusta; Yo ya estaba en aquel asiento; Bastante confortable para tratarse de un vehículo público en el cual se viaja rodeada de gente mayor luciendo cabelleras blancas. Sentí un cosquilleo entre las piernas al pensar de nuevo en la llamada… Seis, siete, cero… Quizás quiera dejarme las canas cuando sea mayor. Tan solo tengo que mirar a mi alrededor para darme cuenta de que hay gente a la que le sienta bastante mejor de lo que una se puede llegar a… “¡Eyh!… Si, vuelvo a ser yo. Estoy en camino. ¿Dónde tengo que bajarme?”
Compruebo a través de la ventana mi ubicación. Me consume el impulso, pues tan solo queda una parada más (Siempre y cuando alguien decida subirse o bajarse) y tras esta tendrá lugar el fin de mi trayectoria. Me empiezan a atacarlos nervios. Se trata de mi destino; La cala del moral. Cualquiera podría creer que es la primera vez que visito este lugar, pero no. Me intento tranquilizar haciéndome a la idea de que sólo son nervios. Pienso en mi imagen actual, con mis vaqueros desgastados, mi top blanco y mis complementos cuidadosamente elegidos al azar. Y pensar que hace nada pensaba en dejarme canas... Empieza a frenar. Nervios. Me tengo que levantar de mi asiento; Aquí, delante de todos estos ancianos. Nervios. ¿Me estará observando alguien? ¿Se darán cuenta de que tiemblo? Nervios. Debo bajar del autobús. Nervios. Creo… Creo… Creo que me voy a desmayar…
Sigo en pie y bastante compuesta, salvo que ahora estoy fuera del autobús y veo cómo este arranca de nuevo abandonándome a mi suerte en la solitaria parada. Aquí no hay nadie. Ni si quiera los ancianos han bajado para hacerme hacen compañía. Al menos alguno podría haberme perseguido como si se tratara de carne fresca. ¿Y éste hombre? ¿Dónde está?
Durante medio minuto mi mente se ha disipado dejándome un enorme vacío blanco en el interior del cráneo. Despierto de este incierto sueño mirándome los pies y sacando el teléfono móvil de mi bolsillo izquierdo. Antes de marcar cualquier tecla y provocar la iluminación de la pantalla que tan bien logra captar mi atención lanzo una última mirada a mis alrededores. Izquierda; Por donde he llegado. Derecha; Por donde ha desaparecido el autobús, y la acera de Enfrente, que se comunica con mi ubicación a través de un paso de peatones por el cual de vez en cuando circula algún tipo de ente terrestre.
Me pregunto si el marcar de nuevo su número puede dar de mí la imagen de una persona impaciente. Por el contrario, podría llamar tan solo para preguntar a dónde debo dirigirme. Observo como esos hombrecillos de los semáforos se intercalan de vez en cuando, el hombre verde de piernas abiertas, contra el señor rojo de hombros anchos. Uno u otro, pero nunca los dos a la vez. Nervios. Como intentar que dos personas que han quedado lleguen a la vez. Uno ha de ser el primero y el otro admitirá el último puesto. Uno u otro, pero nunca los dos a la vez.
Ahí está. Ha llegado por la acera de enfrente y me espera al otro lado de la calzada. Nervios. Semáforo en rojo. Mientras tanto, sonríe bonita… Pero no tanto, que pareces lerda. Nervios. El semáforo continúa en rojo, ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Tan solo cinco segundos? Nervios. Es él y también te ha reconocido a tí. Nervios. Creo… Creo… Creo que me voy a desmayar…
Musa de la Glíptica
No se desmayó. Ni en aquel momento ni en ningún otro hasta la fecha.